Un texto de Reinaldo Spitaletta sobre la bohemia en un viejo café de La Playa
En el Distrito San Ignacio tenemos y tuvimos lugares mágicos que durante su devenir histórico han servido como refugio a estudiantes, bohemios, intelectuales y enamorados, que en sus calles, bares y cafés han vivido sus días y momentos de ocio. En Escritos San Ignacio queremos compartir con ustedes esta nota del historiador y periodista Reinaldo Spitaletta publicada en el año 1994 donde nos describe uno de estos lugares de antaño, el café-bar La Arteria.
N.B. El 30 de abril de 1994 publiqué esta nota sobre uno de los bares más significativos de la muchachada de Medellín: La Arteria. La reproduzco como parte de una memoria urbana.
El café-bar más feo del mundo estuvo sobre la avenida más bella de Medellín: La Playa. Estaba en el garaje de una antigua mansión, decorado de ausencias, o, mejor, con anuncios de eventos culturales y, claro, con la gente, que siempre ha sido el mejor adorno. Sin piano ni equipo de sonido. Era un sitio para imaginar, soñar, tomarse un tinto o dos botellas de aguardiente. Y conversar hasta que la noche agonizara. Allá, en la década de los ochenta, nos diplomamos en bohemias y utopías.
La Arteria —no podría ser otro, se lo digo con certeza— fue el barcito más célebre de la ciudad, no porque allí exhibiera sus huesos, sus silla de ruedas y su poesía el nadaísta Dariolemos, un tipo que medía 1.76 metros en invierno y 1.78 en verano (¿o sería al revés?), ni por la presencia de aprendices de intelectuales, ni porque algún poeta fuera a escribir versos en sus mesas, sino porque era un espacio insólito: se prolongaba hasta las ceibas y jardineras y los bustos de los próceres, en el separador de la calzada central de la avenida.
Decir La Arteria era como decir La Playa, con sus artesanos, librerías, grupos de teatro y con uno que otro caserón (con habitantes tal vez como personajes a la manera de Faulkner) que se resistía a desaparecer entre los edificios. Casi todos los estudiantes de la Universidad de Antioquia, en los ochenta, realizaron su semestre de Arteria, con mochila y tenis, y alguna novelita bajo el brazo. Lugar para el romance (besos incluidos) y para ejercer el ocio, creativo o no. Pero, sobre todo, para rendirle culto a la palabra. A la que nombra, para que haya memoria.
En La Arteria cualquiera esgrimía una guitarra. Y cantaba. Cualquiera abría un libro. Y leía. Cualquiera se ponía una flor en el ojal o recitaba a Rimbaud. Cualquiera también padecía por esa pasión de tres letras: DIM. Esos —y otros— eran los atractivos de ese lugar limpio y bien iluminado (¡ay!, hombre, Hemingway), pero tan feíto y tan imprescindible en esa deslumbrante calle de Medallo, que por entonces también tenía el apelativo de Metrallo. Cuando las noches estaban habitadas por el terror, y los escuadrones de la muerte amenazaban con sembrar de muertos el asfalto, en La Arteria muchos desafiábamos la oscuridad a punta de tangos a capela o con “exorcismos” de Carlos Puebla y Silvio Rodríguez.
La Arteria se había convertido en una suerte de Gruta Simbólica, o de Café Automático con Panidas fantasmas. Como una Cueva al estilo Barranquilla. En ella vimos cómo a su dueño, Guillermo Suárez, se le fue cayendo el pelo, y al Negro Billy (hacía parte del paisaje plural de La Playa y de su noche) se le fue enroqueciendo su voz ancha (pero sobre todo baja) de espirituales y blues. Era una especie de extraño templo, donde cabían la irreverencia y la ortodoxia, los revolucionarios y los que abogan por el establecimiento. Por ese cafetín en el cual muchos aprendieron filosofía de esquinas, pasaba toda la ciudad.
Hasta que una mañana del último diciembre La Arteria no amaneció más. Unos meses antes ya era un garaje sin caserón (lo habían tumbado) y el café se aferraba a su poesía urbana, a su olor de ladrillo y monóxido de carbono, a sus afichitos anunciadores de teatros y músicas. Y la gente se agarraba a ese breve espacio, como lo pudiera hacer un náufrago a un pedazo de tabla. Pero una mañana —decía— amaneció demolida y entonces todos guardaron un minuto de silencio, larguísimo. Ya era parte de la memoria colectiva.
Pero resulta que fue tanta la resistencia de sus usuarios a perderla, fue tanta la “arteriomanía” que el café (muchos lo denominaban La Jarteria y la ciudad llegó a dividirse entre los que iban allá y los que les parecía un sitio muy aburrido) resucitó de sus escombros y reapareció en La Playa, por supuesto, en una casa vetusta y agradable, entre otras ceibas y con el mismo decorado de afiches y poemas a mano.
Hoy La Arteria es un café donde los jueves se ofrecen recitales, canciones, poemarios. Donde cualquiera vuelve y saca una guitarra. Y canta. O abre un libro y deja que salten las palabras del asombro. Florece de nuevo la conversación y nuevos universitarios realizan su semestre de ocio y socialbacanería, pero a su dueño se le sigue cayendo el pelo. Sin remedio.
Posdata: En el nuevo lugar, el cafetín se murió pronto.